Juliana no se habÃa perdido un entierro desde que tenÃa uso de razón. Comenzó yendo con su madre, ambas vestidas de negro impoluto, con una tosca pero cuidada mantilla sobre la cabeza. Juliana se sentaba en el banco y seguÃa atenta el espectáculo: los llantos, los suspiros, la letanÃa de los rezos y la parafernalia impostada del entierro. Cuando llegaba a casa volvÃa a jugar con la única muñeca de tela que tenÃa, remendada y llena de costuras, mientras repasaba mentalmente el Confiteor y esas lÃneas que se le atascaban.
El repique a duelo se convirtió en una llamada hipnótica que la llevaba a todos y cada uno de los sepelios. Jamás faltó a uno. Cuando murieron sus padres se sentó en primera fila, dejando escapar algunas lágrimas como marcaba el protocolo que tantas veces habÃa visto. De tantas veces que lo habÃa presenciado habÃa perdido el sentido. Pero tenÃa que cumplir, al igual que muchas otras hijas antes habÃan representado ese papel de dolorosa. Porque es lo que hay que hacer.
La iglesia estaba situada en el centro del barrio, frente a la tienda de avÃos del señor JoaquÃn y la mercerÃa de Dolores. El campanario sobresalÃa del resto de casitas que rodeaban el pequeño templo. Cuando las campanas sonaban, los vecinos dirigÃan su vista hacia ellas como queriendo descubrir la identidad del muerto con el movimiento rÃtmico del tañido. Las mujeres mayores se santiguaban y bajaban la cabeza, pensando ya en dónde se sentarÃan esa tarde durante el entierro.
Juliana acudÃa despacio a la cita y cumplÃa el ritual al completo: primero se acercaba a los dolientes, normalmente los hombres de la familia, y les daba el pésame. Era en ese momento donde decidÃa en qué lugar se sentaba. Desde pequeña le habÃan enseñado que tenÃa que elegir bien el sitio: además de ir al entierro tenÃa que hacerse ver. Y cuanto más cercana estuviera a la familia del fallecido, más cercana al altar debÃa sentarse. De niña eso le incomodaba: preferÃa sentarse en los bancos laterales, donde tenÃa una vista casi completa de toda la iglesia. Desde allà podÃa observarlos a todos sin que se dieran cuenta. Fue asà como descubrió que Julián y Dionisio no echaban dinero al cepillo de la iglesia a pesar de ser quienes más se enorgullecÃan de ello en la taberna. También se dio cuenta de que la señora Carmen siempre llevaba la misma falda, con los bajos sacados, desde hace años, cuando el entierro era de alguna familia de bien del pueblo. O que los niños de Catalina se dedicaban a apagar las velas de las pequeñas hornacinas de los santos cuando nadie miraba. Y poco a poco comenzó a echar en falta algunas de las caras que llenaban los bancos. Ese dÃa, sin ir más lejos, la Espe habÃa cambiado el banco de la sexta fila por el ataud que presidÃa el altar.
Aunque su madre le habÃa inculcado la importancia del asiento, con el paso de los años se atrevió a hacer un cambio. Y comenzó a sentarse donde le venÃa en gana según su estado de ánimo. Los dÃas en los que le apetecÃa hacerse ver se colocaba junto al pasillo. Incluso hay dÃas en los que se acercaba al padre Manuel para ayudarle a pasar la canasta de la colecta. Sin embargo, los dÃas en los que se sentÃa triste, los reservaba para los bancos laterales y su escrutinio de los vecinos.
Juliana era callada y correcta. Las vecinas la consideraban una mujer piadosa, precisamente por su asiduidad en la iglesia. Pero en el fondo, Juliana no se consideraba buena cristiana. Ni cristiana a secas. No guardaba las fiestas ni iba a misa por convicción. Simplemente lo hacÃa porque es lo que hay que hacer, como siempre le habÃan dicho.
Y ahora, asistiendo a su último entierro, piensa sobre toda la pantomima que rodea este momento. Y si hay algo más allá. Desde la caja, con los ojos cerrados, no acierta a ver mucho más. Se pregunta quién será la que ocupe su lugar, allà en el banco de la esquina, recitando como una cantinela todos los salmos mientras está observando a los vecinos y descubriendo esos pequeños secretillos que todos ocultan.
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